lunes, 3 de diciembre de 2012

Olía a primavera en ese hogar de pingüinos

Como buena madrugadora,   tomó la decisión más importante del lunes al abrochar el tercer botón de  su abrigo polar,  antes de que nadie se hubiese atrevido a pasear sus zapatos por las aceras de diciembre.  Había adquirido  por costumbre apurar el último sorbo de café ante el espejo, clavando la mirada sobre los ojos de aquel proyecto de persona acostumbrada a pensar en condicional. 

Sobre la almohada quedaron repartidos en grupos de tres todos los interrogantes y puntos suspensivos que vestían  de alambre de espino sus madrugadas, todas. Tenía ojeras, pero acostumbraba a dibujar una media sonrisa cada vez que afloraban. Sabía que eran una marca de guerra  y  guardianas del secreto mejor guardado de la historia... así que esta vez... no iba a difuminarlas  a golpe de pincel. 


Olía a primavera en ese hogar de pingüinos. Sobre la mesa aún dormían las colillas que habían sido testigo de un insomnio contado a través de tangos de Gardel y bocetos de muñecas tatuadas. Había promesas que era incapaz de cumplir, 35 exactamente. Tiene gracia que la más volátil de todas, fuese la que hilaba los botones del abrigo que H había estrenado para plantar cara al último mes del año. El primero de tantas otras canciones. 






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